La conciencia cuesta más que una obra
pública y como ésta a veces parece no tener función aparente. La
conciencia se confunde con un estado de irritación y rabia que no es
más que incomprensión, piezas alineándose, colocándose en su
impreciso lugar adecuado.
La conciencia, interpretamos, es enemiga
de la felicidad. Pero lo cierto que no es más que un paso adelante.
Tras ese paso, cada vez que nos detenemos comprendemos mejor lo que
nos rodea, lo relativo, la pérdida; comprendemos que es necesario
adaptarse y para eso tenemos que sacudirnos el enfado y aceptar que
casi nada depende de nosotros. Asumir que nuestras percepciones están
mediatizadas pero debemos recuperarlas, que somos más importantes
que lo que digan de nosotros, que lo que creamos que debamos ser para
ellos, que debemos elegir a quién rendir cuentas: la elección más
importante de nuestras vidas.
La conciencia es ese voluntario para una
misión suicida. Si la abrazamos pronto nos damos cuenta de que algo
ha cambiado y nos sentimos más sólidos, más seguros, más
despiertos. Destierra el miedo y, aunque el camino es largo y
jalonado de agujeros en el firme (el cinismo descontrolado, la
ceguera, el conformismo y tantos otros), lo vuelve a hacer nuestro.
Pasamos la mayor parte de nuestras vidas
huyendo de ella, preferimos lo envasado, lo que no tenemos que amasar
con nuestras propias manos o cerebro. Yo mismo no hago más que
entrar y salir, temer y envalentonarme. Pero si soy sincero conmigo,
si dejo los oídos abiertos para el lenguaje camuflado de mi cuerpo,
tengo que concluir que se está mejor caminando, construyendo,
creando, simplificando.
Caminos y guillotinas, ese es mi deseo
para el futuro. Que no os canséis de avanzar y que seáis justos al
mandar lo accesorio al cadalso.