Las
calles de Sevilla están llenas de naranjos. De hecho cada año, cuando el
invierno se rinde a la evidencia y reconoce su derrota, esos árboles impregnan
la ciudad con la fragancia de sus flores. Sí, el manido olor a azahar; uno de
esos tópicos que tiene mucho de verdad pero que por trillado ya nadie considera
representativo de nada. Pero, ¡ay el que viene por primera vez a Sevilla en un
marzo caluroso y es acometido por la fragancia! Una maravilla inesperada, porque
todos saben que mi ciudad huele a azahar pero nadie sabe la potencia evocadora
de ese olor hasta que es golpeado por él.
En el
olor está la verdad y no en las etiquetas y lugares comunes. En el olor está la
certeza innegable, la hipótesis imposible de rebatir, en el olor está la imagen
que vale más que mil palabras. No en los ríos cursis de dudosa imaginería
barroca y retrógrada que venden esta ciudad atrasada en muchos aspectos como un
paraíso en la tierra. Pero es que hoy en día el paraíso viaja en la cartera,
parece que no nos queremos enterar y soñamos con juntar unas perras para Pepe,
por qué no vamos a Sevilla en primavera que dicen que es muy bonita. Con dinero
el paraíso se puede diseñar a medida. Yo prefiero la realidad a la idealización
del humo.
Está
bien que se venda esa parte de esta ciudad, no voy a quejarme, tiene que existir
oferta para todos los gustos; pero también variedad y no este secuestro fanático-folk
al que lleva sometida Sevilla desde que tengo uso de razón. Todo para la Feria
y la Semana Santa, lo demás: un erial cultural. Por supuesto que se organizan actividades de todo
tipo, faltaría más, pero de forma precaria y minoritaria sin que desde las
instituciones haya existido jamás la más mínima intención de potenciar algo novedoso,
algo que rompa con el tópico.
Mi
ciudad es hermosa y lo es a pesar de sus insignes y ciegos ciudadanos. En
primavera es un espectáculo, pero eso no es mérito más que de la acumulación de
años y belleza. Hay algo que no es tan hermoso aquí: un chovinismo mal
entendido, un alma estancada, una intransigencia mal disfrazada, una cerrazón
mental y mala baba mal disimulada de gracejo y salero, que no hace más que anclarnos
en un pasado que no es y no será, para eso es pasado, y negarnos la posibilidad
de sumar atractivos a nuestro futuro; atractivos para los sevillanos y para los
turistas, atractivos para que aquí se haga de todo y seamos de verdad punteros
en algo más que mirarnos el ombligo.
Sevilla
la ciudad donde las calles están llenas de lustrosos naranjos que dan un fruto
amargo incomestible que se llevan al palacio de Buckingham para que la Reina de
Inglaterra pueda hacer mermelada de naranja sevillana que es la que más le
gusta. Y con ese cuento que me repetían de pequeño me quedaba tan satisfecho de ser sevillano y salía a la calle ilusionado a disfrutar de una verdad parcial muy bien vendida.