
Puedo ver la luna y es de día. Sigo conservando el
músculo de la fascinación que, como cualquier catedrático de anatomía podrá
confirmarles y demostrarles, es el que moviliza el cuerpo hacia lo improbable.
Estas creencias algo inocentes tienen que ver con la necesidad de cuentos patateros
y de poesía en la vida adulta para ser alguien consciente, reflexivo y hambriento;
alguien capaz de desprenderse de los intereses y batallas que adoptan las nomenclaturas
pervertidas seleccionadas con técnica precisión y etiquetadas con esmero
eufemístico siempre por otros. Necesidad, educación y resignación son fuerzas
poderosas. Pero acabamos significando lo que nuestras manos crean y no lo que
nuestros desinflados y gelatinosos sesos puedan creer y fabricar.
Unas manos disconformes y su luna declinando a las
diez de la mañana de un día despejado, suficiente para habitar el mundo bajo la
piel, el de los acuerdos imperfectos con lo establecido.