2 de enero de 2016

Luna de día



A pesar de conocer la explicación para el fenómeno de la permanencia de la luna en un cielo despejado a primera hora de la mañana; a pesar de haber recogido el conocimiento académico de astrónomos (y de hacer lo mismo con algún astrólogo, por si acaso), por aquello de la confianza en los expertos y de la cercanía de una voz humana que resuelva mis dudas de colegial; a pesar incluso de la certeza científica, aún prefiero la vaga sensación de maravilla, paladear la sorpresa de lo imposible ante mis sentidos.



Puedo ver la luna y es de día. Sigo conservando el músculo de la fascinación que, como cualquier catedrático de anatomía podrá confirmarles y demostrarles, es el que moviliza el cuerpo hacia lo improbable. Estas creencias algo inocentes tienen que ver con la necesidad de cuentos patateros y de poesía en la vida adulta para ser alguien consciente, reflexivo y hambriento; alguien capaz de desprenderse de los intereses y batallas que adoptan las nomenclaturas pervertidas seleccionadas con técnica precisión y etiquetadas con esmero eufemístico siempre por otros. Necesidad, educación y resignación son fuerzas poderosas. Pero acabamos significando lo que nuestras manos crean y no lo que nuestros desinflados y gelatinosos sesos puedan creer y fabricar.



Unas manos disconformes y su luna declinando a las diez de la mañana de un día despejado, suficiente para habitar el mundo bajo la piel, el de los acuerdos imperfectos con lo establecido.